No tienes la obligación de leer este post. No me leas, si no quieres. Incluso puedes dejar de hacerlo cuando lo desees. No es obligatorio. Porque puedes dejarte llevar por la emoción y no usar tu razón.
¿Por qué comienzo así este post? Porque creo que hay que mejorar, o cambiar incluso, nuestra forma de comunicarnos.
Algo tenemos que estar haciendo mal cuando, ahora que sabemos tanto de emociones y de neurociencia incluso, nos dejamos arrastrar por las mismas de la misma forma que en el pasado.
Es bien cierto que el “mundo emocional” ha abierto una nueva forma de pensar y que está contribuyendo al conocimiento de nuestro ser. Todo este nuevo saber debería influenciarnos de tal manera que pudiéramos modificar algún hábito de nuestra comunicación. Al contrario, ahora da la impresión de que hemos hecho un efecto péndulo, que nos hemos ido al otro extremo. Hay una creencia extendida que dice que “yo puedo exteriorizar mis emociones y que estas están por encima de cualquier debate y escucha racional”. Al menos a mi me lo parece cuando salgo a la calle o entro en las redes sociales.
El legitimar mis emociones no puede llevarme de nuevo a polarizarme en mi forma de ver el mundo. En nuestra educación clásica había que ser razonables, siempre estar alejados y por encima de las emociones. Si eras emocional se te consideraba de baja condición, apasionado, inferior, como los animales. En cambio, hoy las emociones se colocan por encima y nublan cualquier juicio racional. Este “movimiento” (conozco a muchas personas que argumentan usando sus emociones como escudo de su avasallamiento), alejado de las más importantes normas de convivencia como el respeto o la educación, parece decir que “yo puedo expresar lo que desee y de la forma que quiera porque las Santa Madre Emoción me lo permite y no voy a reprimir lo que siento”. Y ¿quién se puede oponer a la legitimación de las emociones?
Hemos perdido el debate de nuestra comunicación. Lo personalizo todo y las ideas se desvalorizan. Si yo me siento ofendido, aprobado, atacado, no vale lo que opino, prima lo que siento.
Mi propuesta es que construyamos un equilibrio. Ahora que comenzamos a saber para qué sirven la emociones, comenzar a usarlas en su justa medida. Podemos aprender mucho uniendo e integrando mente y emoción.
¿Y si volvemos a enseñar valores -uniendo mente y emoción- para construir un mejor mundo y unos niños educados?
Lo que sabemos es que nuestro cerebro, en su parte emocional, no ha evolucionado en millones de años, que aún nos sentimos paralizados ante la amenaza imponente y nos defendemos o huimos anta las otras. Lo que sí ha evolucionado es la otra parte de nuestro cerebro: la racional. Por ejemplo, hoy se sabe que ese cerebro comienza a desarrollarse en nosotros a partir de los 7-8 años y que termina alrededor de los 25.
Y ¿cómo afecta esto a nuestra comunicación? Pues reconocer que durante la primera etapa de la vida, de los 0 a los 8, somos únicamente emocionales. Que nuestras decisiones no tienen lógica, sino emoción. Asimismo, que la convulsa época de los 8 a los 25 estamos aprendiendo a ser más racionales. Posteriormente no hay excusas: sin polarizarnos, como adultos podemos elegir ser inclusivos en nuestra comunicación. Integrar antes que separar. Equilibrar emoción y razón. Este esfuerzo mental racional está en nuestras manos y que si seguimos argumentando que, porque tengo derecho a expresar mis emociones, tengo el derecho de decir lo que se desee pisando los derechos de los demás, mal nos va a ir.
Aquí las redes están haciendo un flaco favor. Usan nuestra necesidad de conectarnos con los demás pero de forma oculta. El anonimato contribuye a que los de la caverna sigan haciendo de las suyas, hoy, en apariencia, justificado por el “mundo emocional”.
No olvidemos que la Inteligencia Emocional consiste en ponerle “inteligencia” a las emociones. Ponerle razón a las emociones que no se pueden controlar.
La Inteligencia Emocional nos muestra cómo regularlas gracias al conocimiento de las mismas y el desarrollo de la habilidad.
A través de Internet y gracias, insisto, al anonimato, se hace lo mismo que se ha hecho siempre, no modular las emociones. Allí leo algo que me mueve emocionalmente y descargo mi exceso, y con exceso, encima de quién sea porque “tengo derecho a expresar lo que siento”.Y esto incluso puede parecer hasta sano porque en la descarga hay liberación, si, pero no hay construcción.
Como ya dije anteriormente, Aristoteles escribió: Enfadarse es fácil, lo que no es fácil es enfadarse con la persona correcta, en el momento oportuno, con la dosis justa, por una causa noble. Esto exige un grado alto de madurez y de compromiso conmigo mismo. Y de un equilibrio que va más allá de mismo.
Desde el punto de vista sistémico, en el principio del equilibrio entre el dar y el recibir, todos somos iguales. Cuando te posicionas argumentando desde “tu verdad” lo haces desde un lugar más alto que el de los demás. Te sientes superior porque hay unos principios, unos valores que sustentan tu argumentación. Como siempre se ha dicho “perder los papeles” invalida la argumentación. Y ahora se pierden y mucho.
En el orden sistémico somos iguales, nadie es superior porque tenga unas creencias u otras.
Ya puede ser el feminismo, la defensa de los animales (en las que creo firmemente) o cualquier otra tendencia, ¿desde donde hablas sistémicamente? ¿Dónde te posicionas? ¿Desde la milagrosa razón que parece que puede salvarnos de cualquier pecado? ¿Dejándote llevar por las emociones?
“Venceréis pero no convenceréis”, afirmó Unamuno. Para convencer hay que trabajar la empatía y ponerse en el lugar del otro y, incluso, conocer las razones desde donde articula su discurso. Es decir, usando los dos cerebros el límbico y el racional, pensando, reflexionando emocionadamente. Sin emoción no hay conexión y sin razón no hay empatía.
Cuando dejamos de lado nuestra empatía y nos colocamos en un nivel superior, sistémicamente podemos estar excluyendo a los demás. Con lo que atacamos otro principio sistémico.
No es fácil trabajar un lenguaje común integrador. A mi me costó mucho trabajo cambiar mis palabras (decía “el hombre” en lugar de “personas”, o “ser humano”), es decir, mi forma de pensar. Me gusta poner de ejemplo a Marianne Franke, profesora, terapeuta que trabajo directamente con Bert Hellinger. Ella insiste mucho en que las parejas con hijos digan “nuestros hijos”, cuando se refieran a ellos, en lugar del habitual “mis hijos”. Cuando usamos el pronombre “mío” estamos de alguna forma excluyendo al otro miembro de la pareja. Haz la prueba.
En nuestro esfuerzo por estar juntos y construir un mundo mejor, más amoroso y libre, busquemos lenguajes y acciones integradoras. Separados nunca, unidos siempre.
Si quieres leer algo más sobre las emociones, aquí tienes un post.