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Del cine a la anestesia: cómo hemos dejado de sentir el horror

Vivimos tiempos donde el horror ya no estremece. Las guerras nos llegan con héroes de todos los universos, los abusos se narran en voz en off a la hora de comer  y la muerte se convierte en serie de ocho capítulos. Nos hemos acostumbrado a ver cuerpos ensangrentados caer, niños llorar, ciudades arder. No porque seamos fríos, sino porque el sistema se protege. Desde el pensamiento sistémico, esto no es casualidad: es una dinámica compleja de supervivencia colectiva.

Quiero detenerme a mirar —no tanto las imágenes— sino lo que hacen con nosotros.

El cine y las series como espejo de lo excluido

Recuerdo que con quince años me colé en un cine para ver Harry el sucio, una película clasificada para mayores de dieciocho. Aún hoy, décadas después, me estremece una secuencia de violencia brutal que me golpeó sin aviso. Era demasiado para mi edad, pero aquella imagen se quedó conmigo. Me sacudió.

Hoy, esa escena resulta casi naïf comparada con lo que vemos a diario en las pantallas. La violencia se ha sofisticado, se ha estilizado, se ha vuelto narrativa. Y lo más inquietante: ya no nos remueve. La evolución del umbral del horror no ha sido impuesta por la fuerza, sino aceptada por goteo, por exposición, por saturación. La violencia antes y después de Tarantino es solo un ejemplo. Lo que antes escandalizaba, hoy entretiene. Lo que antes era tabú, hoy se serializa.

El cine, en su origen, tenía algo de ritual colectivo. Permitía al espectador ver lo que la sociedad no se atrevía a nombrar: el trauma de la guerra, la represión sexual, la pobreza, el abandono. Mostraba lo que estaba excluido del discurso oficial. Y al hacerlo, nos conmovía. Nos tocaba una fibra profunda.

Desde una mirada sistémica, el arte cumple una función crucial: dar lugar simbólico a lo excluido del sistema, para que pueda ser reconocido, integrado, y con ello, transformado. Cada vez que una película nos hacía llorar por lo que no habíamos podido nombrar en casa, se abría una puerta hacia la sanación colectiva. El sistema —la familia, la sociedad, la historia— respiraba.

Tomo como ejemplo la película La zona de interés, que integra el horror del Holocausto no a través del espectáculo de la violencia, sino mostrando lo cotidiano de los perpetradores, el silencio estructural y la banalidad del mal. Al evitar mostrar imágenes explícitas, nos confronta de forma aún más brutal con lo que se excluye: la responsabilidad, la pasividad, la negación. Desde lo sistémico, La zona de interés no reproduce la violencia, sino que la revela como sombra del sistema, devolviéndonos la capacidad de sentir, de mirar, de incluir lo que históricamente ha sido ocultado.

Pero algo ha cambiado desde el comienzo del cine. Y no estoy seguro de que lo hayamos notado del todo.

La repetición sin conciencia anestesia

Hoy, vemos violencia a diario. Nos sentamos frente a la pantalla y vemos una violación en la primera escena. Luego una ejecución. Una bomba. Un abuso infantil. Y seguimos viendo. Seguimos comiendo. Seguimos como si nada.

Porque nos hemos disociado.

El sistema nervioso, para no colapsar, ha aprendido a no sentir. Lo que empezó como una vía para integrar el dolor se ha convertido en una maquinaria de repetición sin integración. Como si ver fuera suficiente. Como si repetir nos librara de mirar.

Desde lo sistémico, esto tiene sentido: cuando el dolor no puede ser elaborado, se repite. Pero esa repetición, cuando está vacía de conciencia, no sana, solo satura.

Los videojuegos también participan de esta dinámica. En muchos casos, convierten la violencia en experiencia interactiva, recompensada y repetida. Juegos donde se mata con precisión, se atropella ancianos, se tortura o se bombardean ciudades forman parte del imaginario cotidiano de millones de personas. No se trata de demonizar el formato, sino de observar cómo, cuando el trauma no se puede elaborar, se transforma en acción simbólica vacía. Desde lo sistémico, podríamos decir que el videojuego violento opera como un teatro del dolor no nombrado: se dispara sin duelo, se muere sin consecuencia, se repite sin conciencia.

Una mirada transgeneracional: el dolor heredado no mirado

Muchos crecimos en familias donde no se hablaba del dolor —incluso hoy tampoco se suele hablar de ello—. Donde la guerra civil era una sombra. Donde los abusos eran secretos. Donde la tristeza estaba mal vista. Y ese silencio se volvió herencia.

El cuerpo familiar aprende: mejor no sentir, mejor no mirar, mejor no recordar. Y eso se convierte en una forma de estar en el mundo. Por eso, cuando vemos el horror en la pantalla, algo dentro dice: “esto no me toca”. Aunque en realidad, nos está hablando de lo que nunca supimos nombrar.

En vez de llorar a nuestros muertos, vemos películas de zombis. En vez de hacer duelo por nuestros traumas, vemos documentales de asesinatos. Y así vamos manteniendo el sistema funcionando… sin mirar.

Pongo por ejemplo la serie The Walking Dead, que convirtió durante más de diez temporadas el duelo, el miedo y la muerte en una narrativa de supervivencia emocionalmente anestesiada. No hay casi tiempo para llorar a los que mueren; se sigue, se sobrevive, se mata. La emoción queda suspendida. El trauma se repite. El zombi no solo representa al otro amenazante, sino también a lo que no hemos podido enterrar. Lo excluido. Lo que sigue caminando sin alma por nuestra historia personal y colectiva.

Otro ejemplo demoledor es la miniserie Chernobyl. Allí, el horror no se muestra en explosiones espectaculares, sino en la negación institucional, en los cuerpos que se degradan lentamente, en la verdad que nadie quiere escuchar. Uno de los personajes dice: Sabían que pisaban tierra empapada en sangre pero no les importó. Judíos muertos, polacos muertos, pero ellos no, y la frase resuena como una clave sistémica: no es solo el accidente nuclear lo que se intenta ocultar, sino la cadena de silencios, obediencias y lealtades transgeneracionales que sostienen la tragedia.

Chernobyl no muestra zombis, pero sus muertos tampoco descansan. Flotan en el aire como el polvo radiactivo. Invisibles. Inasibles. Como tantos duelos familiares no elaborados. Como tantos traumas sociales no nombrados.

El sistema social y su necesidad de espectáculo

La cultura de masas necesita nuestra atención. Y para captarla, sube el volumen del horror. Lo que ayer escandalizaba, hoy entretiene. Lo que antes nos hacía llorar, hoy se convierte en maratón de fin de semana. El dolor ajeno se transforma en contenido, en clic, en consumo emocional. Y ahí estamos nosotros: espectadores de una tragedia continua, cada vez más insensibles, cada vez más desconectados.

Un asesinato, una guerra, una agresión, un abuso… todo puede convertirse en serie o en viral si se presenta bien. El documental El caso Alcàsser (Netflix, 2019) es un ejemplo brutal: la reconstrucción de uno de los crímenes más atroces de los años 90 en España se transforma en un producto visual atrapante. El horror de aquellas niñas, el dolor de sus familias, el linchamiento mediático, todo entra en el circuito del entretenimiento, editado con suspense y ritmo narrativo, como si fuera ficción.

Algo parecido ocurre con Lo que la verdad esconde: El caso Asunta (Atresplayer, 2021), donde el asesinato de una niña se convierte en un thriller documental. ¿Dónde termina la denuncia y empieza el morbo? ¿Dónde está el espacio para el duelo? El espectador se convierte en detective. En jurado. En consumidor del dolor. Sin implicación emocional real, solo enganche narrativo.

Un asesinato, una guerra, una agresión, un suicidio… todo puede convertirse en serie o en viral si se presenta bien. El cuento de la criada, por ejemplo, plantea un futuro distópico aterrador, pero no muy lejano a realidades actuales de opresión y violencia institucional. Sin embargo, a fuerza de repetición, muchas de sus escenas de tortura, violación o ejecución han terminado por normalizarse visualmente. Lo que en la primera temporada removía el estómago, en la cuarta se ve como parte del decorado.

Otro caso es Black Mirror, donde el sufrimiento humano se presenta como una consecuencia lógica de nuestra adicción tecnológica. La serie funciona como espejo deformado del presente, pero también como entretenimiento: vemos las tragedias como si no tuvieran que ver con nosotros. Las distopías se han vuelto consumo masivo, sin que necesariamente nos lleven a revisar nuestros propios sistemas de relación, de poder o de exclusión.

Incluso los informativos han adoptado ese tono. Las noticias sobre violencia machista se suceden como parte de una rutina mediática: mismas palabras, mismos planos, misma estructura. Las muertes se narran como si fueran parte de una serie interminable. El peligro no es solo la violencia, sino la anestesia que genera.

Una lectura sistémica: cuando el dolor no se puede integrar, se proyecta

Esto también es sistémico.

Cuando una sociedad no puede procesar sus propias heridas —cuando el dolor colectivo no se nombra, no se ritualiza, no se acoge—, necesita hacer algo con él. No puede simplemente desaparecer. Así que lo desplaza. Lo proyecta fuera. Lo convierte en relato. En imagen. En trama. En serie.

Así no duele tanto.. Así no obliga a mirar hacia dentro. Así no amenaza el orden establecido.

El sistema social, igual que el sistema familiar, tiende a la homeostasis: a mantener un equilibrio, aunque sea falso. Para lograrlo, hará lo que sea necesario: silenciar lo incómodo, maquillar lo trágico, estetizar el trauma. No porque sea perverso, sino porque no sabe cómo sostener lo que excluye.

Una cultura que no ha hecho el duelo de su historia —la guerra civil, la represión franquista, la violencia estructural contra las mujeres, los abusos silenciados por instituciones religiosas o familiares— necesita volcar ese dolor fuera del sistema.

¿Dónde lo hace?

En el cine. En las series. En el telediario. En los virales de TikTok. En los true crimes de madrugada. En las distopías editadas en 4K.

Lo disfraza de ficción.

Lo convierte en entretenimiento.

Lo consume como si fuera ajeno.

Pero el trauma no desaparece por ser negado. Si no se integra, se repite. Si no se mira, se manifiesta. Si no se honra, vuelve en formas nuevas: ansiedad colectiva, violencia insensata, adicción al shock, apatía emocional.

Lo que no se puede llorar, se convierte en espectáculo.

Lo que no se puede decir, se convierte en serie.

Y así, el horror se vuelve hábito.

El trauma, rutina visual.

El dolor del otro, argumento de temporada.

Desde el pensamiento sistémico, esta dinámica es un mecanismo de defensa colectivo. El sistema protege su equilibrio aparente evitando sentir. Como un cuerpo que se disocia para no colapsar. Pero el precio es altísimo:

  • Perdemos sensibilidad.

  • Perdemos verdad.

  • Perdemos alma.

Y, lo más grave: perdemos la posibilidad de transformación.

Porque solo lo que se mira con compasión puede integrarse.

Solo lo que se honra puede liberarse.

Solo lo que se incluye puede sanarse.

Gaza: el genocidio retransmitido… y disociado

Lo que estamos viendo en Gaza —y lo digo con toda la gravedad que merece— es un genocidio retransmitido en directo. Una población sitiada, bombardeada, desplazada, asesinada ante los ojos del mundo. Y, sin embargo, no estamos reaccionando. O al menos, no como deberíamos.

Las imágenes son atroces. Las cifras, insoportables.

Pero algo nos impide mirar con el alma abierta.

Y eso también es sistémico.

Nuestro sistema emocional y colectivo no puede sostener tanto horror. Entonces se protege: se disocia, se anestesia, se justifica.

Y Gaza se convierte en una más entre tantas guerras.Una pantalla más. Un ruido más. Un “conflicto” que ya no conmueve, porque el sistema no quiere que nos conmovamos.

Desde el pensamiento sistémico, esto refleja algo muy profundo:

cuando un sistema no puede integrar su responsabilidad, excluye. Y lo que se excluye, se repite.

Hoy el sistema global está excluyendo a Gaza. No solo a sus muertos, no solo a sus niños, sino a la verdad que representan: la verdad de una violencia sostenida, estructural, colonizadora.

La verdad de un dolor que no quiere ser escuchado.

La verdad de un genocidio que incomoda porque nos interpela.

Y como todo lo que no se llora, se convierte en espectáculo.

Y como todo lo que no se mira con amor, se repite como horror.

¿Y entonces? ¿Hay salida?

Desde el pensamiento sistémico, la salida no está en censurar las imágenes ni en dejar de ver series. La salida está en volver a sentir. En ver con conciencia. En diferenciar lo simbólico de lo real. En saber cuándo lo que estoy viendo me toca una herida, y qué puedo hacer con eso.

La pregunta no es: ¿cuánto horror puedes soportar?

Sino: ¿qué haces con lo que ves? ¿A quién se lo devuelves? ¿Cómo lo ritualizas?

Quizá, la próxima vez que veamos una escena de guerra, podamos respirar, pausar, y reconocer si hay algo de eso en nuestra historia. O en la historia de nuestros padres. O de nuestros abuelos. Y tal vez, en ese gesto mínimo, comience algo distinto: una inclusión, una mirada nueva, una grieta por donde vuelva la compasión.

Porque lo que no se mira con amor, se repite como horror.

Y lo que no se puede llorar, se convierte en espectáculo.


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