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Este fin de semana comienza una edición de nuestro curso estrella y, con el permiso de Blas Campos y de Ricardo J. Sánchez Cano, me gustaría colgar aquí un artículo que me pidieron para su magnífica revista Supervisión hace ya un año:

El orador líder

Últimamente, tanto en la prensa como en la calle, nadie duda e incluso alaba públicamente las capacidades comunicativas de varios líderes de la política mundial, comenzando por Barak Obama.

Artículos periodísticos, reportajes televisivos nos muestran a un presidente de EEUU saliendo al plató de un programa de TV, ¡dando unos pasos de salsa! ¿Alguien se puede imaginar hoy mismo a un político español con la misma desinhibición? ¿O con esa ausencia de ridículo?

Muchos objetarán alegando a la falta de ridículo de los norteamericanos, o a su estereotipado “infantilismo”, o incluso habrá algunos que lo vean con el filtro del juicio ideológico.

Y quizá  las dotes comunicativas de estas personas sean tan excepcionales que puedan crecerse en estas ocasiones y conseguir un efecto positivo en el público, o por lo menos, nos lleva a plantearnos un debate sobre las capacidades comunicativas de nuestros líderes o, visto desde otro ángulo, nuestro excesivo rigor ibérico en lo alto de la tribuna.

Y cuando hablamos de líderes nos referimos a los modelos que hemos tenido en nuestra infancia y juventud (padres, maestros, profesores, representantes de iglesias, conferenciantes, políticos, jefes…) hasta los que hoy desbordan los medios de comunicación o con los que convivimos día a día, es decir, responsables de equipos, directivos, etc.

Todo aquel que se dirige a un grupo con ánimo de influir o convencer.

Nuestros líderes hispanos, sea el ámbito que sea, siguen unos patrones establecidos por la cultura, la educación y modelos anteriores donde el uso de la corporalidad, el humor o la convicción a través de las emociones quedan bastante alejados de su forma de pensar y actuar.

Por poner otro ejemplo, en simposios y congresos encontramos grandes diferencias entre un ponente español y uno extranjero.

En uno de ellos recuerdo  a un público regocijado con un ponente irlandés, Feargal Quinn[1] que al poco de comenzar  se quitó la chaqueta  y se la arrojó al público aduciendo lo aburrido que era estar así vestido detrás del atril.

Luego continuó con su presentación jugando a  sacar objetos desde detrás del atril y lanzarlos a un público divertido durante su ponencia. Durante el mismo evento, otro conferenciante extranjero no dejó de pasearse por los pasillos para hablar de innovación, el escenario no era el lugar para departir sobre ese tema.

Solo un ponente español se atrevió a salir del estrado y pasearse por el escenario durante su intervención. El resto se mantuvo en la tarima durante los minutos otorgados, confinando su presencia a un solo punto en el espacio y obligando al público a seguirle sólo desde ese lugar.

El orador líder que desee convencer a su público, podrá someterles a una charla ingente desde sus capacidades para transmitir información.

para lo cual no necesitamos de su presencia, o podrá hacer lo mismo desde la diversidad, el entretenimiento, el movimiento, la corporalidad, el juego y, sobre todo, la empatía.

Se suele decir que los españoles somos alegres, simpáticos, abiertos y alguna que otra característica socialmente positiva que repetimos hasta la saciedad como lugar común, y todas ellas “envidiables” en otras latitudes.

Sin embargo, al subirnos al estrado todo lo que  forma parte de nuestra “naturaleza” desaparece como por arte de encantamiento: Nuestro cuerpo se pone rígido, nuestra voz se engola y nuestras emociones positivas nos abandonan dando paso a una seriedad que nos distancia infinitamente de los espectadores.

El miedo al ridículo, el orgullo, el honor, “la honra”, la represión corporal, el qué dirán, posiblemente haya marcado nuestra educación y quizá aún la siga dirigiendo: “Tenemos el orgullo en carne viva, y una conciencia tan aguda y enfermiza de nuestra apariencia, de lo que los otros pensarán sobre nosotros, que preferimos pecar de mudos, paralíticos y sosos de solemnidad.

Es decir, preferimos la pasividad total antes que hacer nada que pueda terminar siendo risible.

Y así, mientras que en Estados Unidos, por ejemplo, los niños aprenden a hablar en público en las escuelas, y los adultos disfrutan organizando ceremonias, declaraciones y pequeños espectáculos personales en bodas, banquetes y bautizos, nosotros, por lo general, no abrimos la boca ante una audiencia ni aunque nos introduzcan un anzuelo. Por no hablar de bailar, o actuar, o hacer el ganso. En España, las personas serias no pueden hacer eso.”[2]

¿Y que hacen en España las personas “serias” cuando se dirigen a un auditorio?

Por lo general muestran la(s) máscara(s) social(es), “esconden” o “controlan” sus emociones y se dirigen “seria y respetablemente” a su público. ¿Y cómo recibe  la persona que está escuchando del ponente? ¿Se conmueve tanto como con Obama o Steve Jobs[3]? En muchas de las ocasiones le llegará el mensaje racional y pocas la empatía con que poder también convencer a su público.

Durante uno de mis cursos impartidos de comunicación para profesionales de diversa índole, uno de ellos, con algo de irritación en su tono de voz, me preguntó que por qué hablaba tanto del cuerpo y de las emociones, “si nosotros hemos venido a aprender a hablar en público”.

Yo me quedé estupefacto más por el tono de su voz que por la pregunta en sí misma y al mismo tiempo no daba crédito a lo que estaba escuchando, ya que esa misma persona, horas antes, había compartido con el grupo durante la presentación que tenía miedo escénico, que le sudaban las manos cuando se dirigía a un auditorio y que esta era la razón de su asistencia.

Quise hacérselo ver claramente y le expliqué la relación que había entre su inhabilidad y sus reacciones psicofísicas, sin embargo esta persona no quería admitir la relación des-armónica que vivía entre su cuerpo y su mente, y exigía una fórmula racional para superar sus problemas.

Fórmulas racionales, recetas milagrosas, el secreto de mi éxito por escrito, por favor, y revalidado por la sociedad en forma de publicación.

Pocas veces dentro de mi mismo, pocas veces “dándonos cuenta” de qué emoción tenemos antes de dirigirnos a los empleados, compañeros de equipo, público en general. Pocas veces nos paramos a gestionar nuestras emociones y conseguir alguna más positiva antes de nuestra comunicación con los demás.

Y muy pocas veces siendo conscientes de que las tensiones de un enfado no gestionado, por poner un ejemplo, contribuyen a que nuestra mandíbula y garganta se tense y se refleje en nuestro discurso de forma incontrolada. Las emociones se contagian.

Personalmente, cuando asisto a las conferencias o discursos de nuestros compatriotas, muchas veces tengo la sensación de que me están regañando o al menos amonestando por algo, por algo que desconozco, por algo que debía de saber, por mi ignorancia, ¿por mi asistencia?

De sobra es sabido que la mejor defensa es un buen ataque  y eso es lo que ocurre a menudo: el miedo  a hablar en público sumado a la poca gestión emocional hace que el orador se aleje de su público, a pesar de que la información sea transmitida. Y un guía, un líder, no es precisamente un informador.

La distancia entre el orador y  los espectadores y es tanto más grande cuanto más esté aquél separado de sus emociones, es decir, de su cuerpo.

¡Y cuántas veces nos dejamos el “cuerpo” en casa para ir a trabajar! Claro, “mucho mejor entre las sábanas…” O mejor aún: perfectamente aseado, muy bien y formalmente vestido, con la “ropa de trabajo”, el “uniforme”, es decir, separado de nuestra comodidad, construyendo una armadura sólida, formal, distanciada…, para hablar en público también.

¿Y cómo destapar nuestra esencia en esas circunstancias, con estos impedimentos?

¿Cómo llegar a ser nosotros mismos dentro del ambiente laboral y dirigir desde el equilibro de razón, emoción y una comunicación no verbal no disociada?

Cuando se interviene ante un auditorio creemos que el público está pendiente del orador, y que le juzga tal y como nosotros nos juzgamos a nosotros mismos: con miedo. Creamos una película donde terminamos por sentirnos mal y exigirnos mucho más.

Y es cierto que contar un chiste entre amigos contiene los mismos elementos, es decir, comunicar en público y buscar un objetivo: los elementos son los mismos pero la tensión no. Y ¿no será porque asociamos lo formal a lo que no deseamos para nosotros mismos?

Unos dirán que en un estrado no se puede estar al mismo nivel que cuando nos encontramos en el bar, otros verán el gesto del jefe escondido entre los rostros del auditorio en lugar de las caras de los amigos. ¿Y qué podemos hacer para que el estrado se convierta en nuestra casa, el jefe en nuestro amigo y estemos tan tranquilos como para que consigamos hacer reír con el chiste?

Una propuesta es conducir al público a través de quienes somos, de nuestra autoestima, de nuestras emociones, de nuestra capacidad para comprender a los demás y escucharlos.

¿Y qué nos hace cambiar tanto como para que aparezca lo que llamamos pánico escénico? ¿Será sólo esa asociación histórica y cultural que nos devuelve la imagen del orador como un político des-emocionado o la del cura de aldea alejado de su cuerpo?

Ya hemos hablado de que nuestra educación ha sido un tanto represora del cuerpo, de la expresividad humana. ¿Cuántos de los lectores de estas páginas recibieron un premio de niños por hablar mucho? ¿A cuantos les hicieron un regalo por hablar cada día más  y más?

“Con-mover”, ¿ es eso lo que la audiencia pide?,… que les muevan, que les conmuevan, que les convenzan, no solo con razones, sino también contagiando  emociones. El líder puede  y tiene que ser también un líder emocional (que no emotivo).

“Nuestros líderes no saben gestionar emociones”[4], dice el profesor de la Universidad de Yale, y tiene sus razones al argumentar sobre todo cuando menciona el miedo con el que se vive hoy en día en la empresa.

El trabajo es el lugar donde más horas pasamos del día y se puede convertir en un lugar confortable. El lugar desde donde el líder se dirige a su audiencia no puede ser un lugar extraño, frío. Debe hacerlo suyo, debe sentirse seguro y confiado para poder comunicar desde ese ángulo a los demás, desde un punto de vista más apacible en consonancia con su autoestima.

El líder experimentado sabe reconocer el miedo, o cualquier otro tipo de emoción en sus interlocutores y, gestionando las suyas, dirigirse a ellos sin confusión en el tono de la voz y en el comportamiento gestual.

Cuando imparto los cursos, generalmente encuentro a los participantes viendo a la audiencia, pero sin mirarlos. Cuando visionamos con ellos las primeras intervenciones grabadas se sorprenden porque piensan que miraban al público y que les incluían en su discurso.

Muchos de ellos, al preguntarles, el porqué de esa actuación responden que no lo hacen por temor, por la falta de costumbre y por el miedo al juicio de los demás. Ellos piensan que el público les va a juzgar con tanta dureza como, en ocasiones, ellos se juzgan a si mismos y que mirar a los ojos de los demás para comunicarse es motivo de los más irracionales de los temores.

El temor a ser juzgados es universal: respondemos a la educación paterna, moral, social y “tenemos que estar a la altura”. También hay que responder a las expectativas que, desde nuestros padres, todos han depositado en nosotros, y al final del camino ya nos hemos perdido, ni nos observamos a nosotros mismos, ni vemos a los demás y lo  que estamos mirando en realidad es a todos estos fantasmas de la carga del pasado.

¡El otro existe!,  podría ser un buen subtítulo para este artículo, ya que si hablamos de comunicación tiene que haber “otro” para que pueda existir. Y ese otro soy  yo mismo en un plano más profundo.

Todos somos personas activas en la comunicación y el buen líder lo sabe, habla desde si mismo a los otros y les da lo que necesitan en la forma que les gusta.

Y estamos hablando de comunicación, no de información, pongamos como ejemplo de nuevo a Obama : “El viernes pasado, en las primeras líneas del comunicado emitido por la Casa Blanca tras la concesión del premio se destaca un episodio familiar. «Buenos días. Bueno, no tenía previsto despertarme esta mañana con esto. Tras recibir la noticia, Malia [hija del presidente] entró y dijo: ‘¡Papi, ganaste el Premio Nobel de la Paz y es el cumpleaños de Bo [mascota de la familia]!

Por lo tanto, es bueno tener niños para que pongan las cosas en perspectiva».[5] Como continúa el comentarista ¿se imaginan a un líder cercano hacer lo mismo? ¿Qué recursos usamos por estas latitudes para aproximarnos al público?

Y repetimos que estamos hablando de comunicación; hablar es un acto más de la misma. Los expertos han llegado a afirmar que en el acto de la comunicación lo que decimos, es decir, el contenido, sólo es el 7% de la actividad expresiva, y que el resto se divide a partes iguales entre el lenguaje no verbal y el uso de la voz.

Posiblemente se trate de una exageración y una división más apropiada sería que cada uno de los elementos que tienen un papel en el acto comunicativo, lenguaje verbal, no verbal y voz,  posean un porcentaje similar a la hora de intervenir activamente. Sea como sea, ya el 7%, el 30% o el 40%, resultaría un porcentaje bastante bajo como para poder comenzar a modificar alguna opinión fuerte sobre el tema.

Espero que tanto como para  llegar a la conclusión de que nuestro cuerpo habla, aunque no lo sepamos o pensásemos lo contrario.

Nuestra educación racionalista, la que se basaba en el Cociente Intelectual como único recurso para conseguir el éxito social, se encargó de que olvidáramos nuestro cuerpo como fuente de información: Este era un simple vehículo que transportaba nuestro magnificado cerebro.

Nuestro cuerpo nos habla, lo sepamos o no, lo queramos o no: El miedo o pánico escénico se refleja en nuestra materia física. Cuando tememos lo notamos en el sudor, en los temblores, en el tartamudeo. Nuestro cuerpo refleja, mediante el lenguaje no verbal, lo que nuestra mente piensa, nuestros deseos más íntimos, y nuestro inconsciente, en ocasiones.

¿Y qué hacer ahora? ¿Cómo convertirnos en individuos capaces de conducir personas desde la esencia humana alineando mente, cuerpo y emociones?

Por supuesto que existen técnicas, trucos y recetas para conseguirlo.

También el secreto está en reconocer nuestras emociones y aprender a gestionarlas al tiempo que se evalúan los efectos de la educación y los modelos aprendidos para efectuar una revisión de los mismos. Y por supuesto, poner al ridículo contra las cuerdas.

Como dice Rosa Montero: “A nadie le gusta que se rían de él, pero la mayoría de los países ponen el miedo al ridículo en su justo lugar, no es algo paralizador ni aniquilante. Y algunas culturas, como la anglosajona, incluso hacen alarde de ese arranque extravagante, de la rareza visionaria, aunque sea absurda.

No les ha ido nada mal cultivando la originalidad, porque ya es bastante difícil cambiar las rutinas del mundo como para detener tu empeño solamente por el miedo a las risas de los demás, Nosotros, mientras tanto, seguimos sentaditos y quietos en un rincón, no vaya a ser que alguien nos mire.

Es posible que así no hagamos el ridículo. pero lo que es totalmente seguro es que no haremos nada.”


[1] Ha escrito un libro “El cliente ante todo” y está publicado en España por AECOC.

[2] Rosa Montero, La ventajas de hacer el ridículo. El País Semanal, 2005

[3] Su discurso en la Universidad de Stanford en el 2005 es uno de los más vistos en YouTube y hoy es considerado como una referencia.

[4] David Caruso, “La ansiedad se ha instalado en la empresa”. El País de los negocios, 11-10-2009

[5] http://www.elpais.com/articulo/sociedad/Nobel/paz/comunicacion/elpepusoc/20091016elpepisoc_1/Tes

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